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martes, 1 de diciembre de 2009

Su Servil Majestad.



Reyezuelo venerado por incompetentes aduladores
y a la vez vasallo,
inclinado ante aristocráticos señores.
Permanente admirador del poderoso,
para quien siempre tiene más valor,
el apellido de cuna y el rimbombante nombre
que el valor verdadero del hombre.

Arrodillado inamovible ante el influyente,
bajo el peso patente,
de la inferioridad manifiesta,
como complejo pegado,
igual que el “desfase a la fiesta”.

Tirano controlador.
Castrador de imaginaciones.
Inquisidor homicida,
de creatividad e ilusiones.

Igual que el “Papa” en dogmas de fe,
no te equivocas nunca.
Ves siempre la “paja en ojo ajeno”.
¡Soy infalible! (a ti mismo te dices).
¡Y vas y te lo crees, pobre imbécil!
Sin embargo, no ves la enorme “viga”
y la tienes delante de las narices.

Emperador de la permisividad.
Apóstol del “no esfuerzo”.
Consentidor “perdonavidas”.
¡Qué pena de tío!

Te arrastras por el suelo,
cuando no necesitas hacerlo,
eres serio y con conocimiento,
pero haces lo que sea por ser “Reyezuelo”.

Te escondes tras el miedo y la poca hombría,
atropellas la razón,
y acabas rebozándote entre el fango
y la cobardía.

“Reyezuelo que dominas (o crees hacerlo),
un país de pandereta,
más vale ser desterrado del reino,
que inclinar la cabeza y poner careta”.

Fran Álvarez.